5.1.07

La batalla del calentamiento

El otro día, entró un calor a casa. Terrible. Supongo que entró por la ventana, pero bien puede haber entrado por la canilla de la cocina. Llenó hasta el último recoveco: desde el ángulo izquierdo del techo hasta el cajón de la cómoda del cuarto. Todo en casa era calor. Tenía que pensar algo para sacarlo.
*Primero hice lo más obvio. Prendí todos los ventiladores de la casa. Sin embargo, podía sentir como el calor disfrutaba con esa especie de baile de viento que lo hacía ir y venir por todos lados.
*Parece ser que el color negro le gusta, entonces, junté todo lo que encontré negro, lo metí en una caja y lo tiré a la calle. Allá fueron mis zapatos, algunas carteras, dos cinturones, algunos libros de lomo negro, el gato y un velador. Pero el calor no se iba.
*Probé con una ducha fría. Y como no me pareció demasiado, empecé a regar con agua fría toda la casa. Empapé sillones, bibliotecas, aparadores... pero nada. En seguida, un vapor de agua brotaba y el calor se mantenía firme.
*Abrí la heladera de par en par. Escondí cubitos por todos lados: abajo de la cama, en los placares, bajo el escritorio -como quien pone trampas para ratones- y me hice la desentendida por un rato. Cuando empezaron a aparecer charquitos en cualquier parte comprendí que iba perdiendo mi batalla por goleada.
*En un despliegue de producción conseguí tres osos polares, cinco pingüinos, una pareja de esquimales y siete cachorritos de siberiano. Les pedí que se sintieran como en su casa (con la esperanza de que ahí nomás levantaran un iglú, algún iceberg, cuevas heladas, algo...) pero enseguida se miraron horrorizados y huyeron. Temo que salvo un pingüino, que se derritió al tocar el pomo de la puerta. Necesitaba más refuerzos.
*Llamé al heladero que, palitobombónhelado, andaba librando a todo el barrio del calor (parece que era una especie de epidemia). Le compré todo lo que le quedaba: dos torpedos de frutilla y un cucurucho de granizado. Mi enemigo no iba a resistir. Sin embargo, antes de terminar la primera munición, el calor me había dejado toda manchada de un líquido rosado y pegajoso.
*Decidí darle de su propia medicina. Cerré todo y puse agua a hervir. Serví dos tazas de té humeante y me senté a la mesa. No quedaba más que negociar. Sudando a más no poder, esperé a que el calor no resistiera la tentación de más calor y viniera a conversar conmigo. Diez minutos después, ahí estaba. Tomando alegremente su té, exultante por su victoria, sonriendo de oreja a oreja. Pero yo no me iba a dejar convencer tan fácil y él no quería ceder terreno.
*Ya sé. Podría llamarse traición, pero yo prefiero creer que fue defensa propia. Para conciliar la charla le convidé un caramelo... ¡de mentol! El aliento fresco lo agarró por sorpresa. Ahí nomás, justo cuando iba a llevarse un trago de té para contrarrestar el caramelo, le tiré un par de cubitos a la taza. Con el crac cric del hielo en el agua caliente, vi como su cara se desfiguraba de terror. Estaba atrapado.
*Como un suspiro de verano, se coló, mansito, por debajo de la puerta y se fue. Supongo que está juntando fuerzas para contraatacar, pero no me importa porque la próxima vez no le va a ser tan fácil entrar. Como quien planta ruda para espantar a los malos espíritus, planté menta en todos los canteros.
Ah, y me conseguí un gato blanco.